La colmena de bivalvos se erige como un santuario submarino, un arcoíris de conchas nacaradas que ondean con la corriente como pétalos de un jardín submarino. Cuando las conchas abandonan este lecho, dejan sus marcas en las rocas, generando así nuevos paisajes en las piedras.

En esta morada de bivalvos, el susurro del agua se convierte en un poema líquido, y cada concha, un versículo en la epopeya ininterrumpida del océano.